Dejamos el auto estacionado en la entrada de un extenso bosque frondoso, y comenzamos la caminata. Creíamos tener una idea aproximada de las distancias, pero fuimos descubriendo que estábamos más lejos de lo pensado. El trayecto general fue bastante tranquilo, con desvíos por árboles caídos o pozos profundos, pero sin sobresaltos significativos. Hacía muchísimo calor, los mosquitos nos atacaban de a centenares y casi no teníamos agua; pero todo dejó de importar cuando de forma totalmente inesperada, escondida entre marañas, descubrimos los muros de la Estancia Santa Rosa.
Propiedad de la familia Sánchez Arbides durante el Siglo XX, en este lugar se hacían trabajos de ganadería y agricultura, además de albergar múltiples familias, y supo ser la locación más importante de la zona.
Originalmente sus tierras eran mucho más extensas, pero con el paso de los años las parcelas se fueron vendiendo y repartiendo. Este hecho, sumado a la falta de planes para reutilizar el espacio, generó que el gran mobiliario cayera en deterioro y la desmemoria. Actualmente se encuentra en estado de semi-abandono total: sólo la policía utiliza ocasionalmente algunos espacios como polígono de tiro.
Realmente la Estancia, la arquitectura, y sus edificios son hermosos. De alguna manera logran sobreponerse con gracia a la oxidación del tiempo y el desprecio del olvido, y siguen manteniendo su encanto. Nos llevó varias horas recorrerla: tiene un casco principal, segundo piso, caballerizas, serpentario, cuartos externos, piscina, y mucho más.
Finalmente, agotadxs y previendo que no nos encerrara la noche, emprendimos el viaje de vuelta, dejando atrás una de las locaciones abandonadas más bellas que visité.